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16 de Septiembre del 2024

Algunas consideraciones sobre el riesgo permitido en el Derecho penall

Algunas consideraciones sobre el riesgo permitido en el Derecho penall

Algunas consideraciones sobre el riesgo permitido en el Derecho penal
 

 

I. El paso del dogma causal al riesgo permitido

Es real que durante mucho tiempo se entendió que la tipicidad de una conducta se establecía en la comprobación del nexo causal entre acción y resultado1 . La fenomenología externa del suceso se convertía en la razón de imputación, de manera que el resultado causal era equiparado con el resultado típico. La imputación al tipo objetivo dependía de la fuerza fenomenológica de causación que la conducta del sujeto producía en el mundo exterior. Un ejemplo práctico de este esquema de interpretación se encuentra el famoso “caso del burdel”, donde el regentador de un burdel clandestino fue condenado como autor del delito de proxenetismo, y junto a él también fue hallado responsable como cómplice un vendedor de vino. A juicio del tribunal que condenó al vendedor, el vino que repartió incrementó la visita de parroquianos al burdel. Los jueces estuvieron convencidos de que “la actividad de reparto del vendedor de vino se encontró en estrecha relación con la actividad proxeneta del dueño del burdel”, teniéndose en cuenta además que el funcionamiento clandestino del local era una actividad “conocida” por el vendedor de vino. El fundamento del castigo de la complicidad se basó en la mera comprobación del nexo causal existente entre la conducta de favorecimiento al hecho mediante la venta de vino y el resultado beneficioso para el autor.

En la línea de pensamiento de una imputación típica como en el caso del burdel la solución se encuentra en la comprobación de la fenomenología causal externa de la acción unida al conocimiento psíquico del actuante sobre dicha fenomenología. Así, la relevancia penal de la conducta se define acorde a la fórmula “causalidad + dolo = responsabilidad”3 , esquema que tuvo su máximo apogeo en la dogmática jurídicopenal en el último tercio del siglo XIX bajo el influjo de la teoría de la equivalencia de las condiciones en el Derecho penal, notándose su presencia posteriormente con matices diferentes en el sistema clásico y luego en el sistema neoclásico.

Pero esta perspectiva de comprensión de la imputación jurídico-penal cambió drásticamente con el fenómeno contemporáneo de la normativización de la de la tipicidad, y, en general de las categorías jurídico-penales, fenómeno sobre el que Roxin hace medio siglo en 1970 anticipó visionariamente como la dirección ineludible a seguir: “La verdadera cuestión jurídica fundamental no radica en averiguar si se dan determinadas circunstancias, sino en la fijación de los criterios según los cuales queremos imputar determinados resultados a una persona. El cambio de perspectiva de la causalidad a la imputación evidencia que ya en la teoría de la acción el centro de gravedad se desplaza de lo óntico al ámbito normativo: si se le puede imputar a un hombre un resultado como obra suya depende desde un principio de los criterios de enjuiciamiento a los que sometamos los datos empíricos”.

Desde una perspectiva normativo funcional reflejada en su descollante producción científica, JAKOBS en 1983 sentenció de manera decisiva en la 1ra. edición de su Tratado que “la dogmática penal ontologista se quiebra, y ello más radicalmente de lo que nunca se ha constatado conscientemente. No sólo los conceptos de culpabilidad y acción (y muchos otros situados a inferior nivel de abstracción), a los que la dogmática penal ha atribuido siempre expresamente una esencia o —más descoloridamente— una estructura (lógica-objetiva, prejurídica), se convierten en conceptos de los que no cabe decir sencillamente nada sin tener en cuenta la misión del Derecho penal, sino que incluso el concepto de sujeto al que se le imputa se manifiesta como un concepto funcional”.

La perspectiva de análisis es normativa porque lo determinante para establecer el carácter típico de la conducta es su significado de antinormatividad en un contexto social concreto y no en el mero fenómeno causal producido por la conducta. Si bien la causalidad está presente en la facticidad de los hechos, constituyendo el punto de partida del análisis, especialmente en los delitos de comisión activa, sin embargo — como enfatiza Robles Planas— “no puede erigirse en el defíniens [o concepto definidor] del injusto de la acción”.

No obstante, cuando se creía que el modelo de atribución de responsabilidad basado en el dogma causal parecía estar superado gracias a la contundencia argumentativa del pensamiento normativista, que tiene en la imputación objetiva a su teoría más representativa, no deja de sorprender que existan todavía algunos casos en la práctica penal que muestran la presencia del dogma causal en la resolución de los casos penales, como si en pleno siglo XXI la agonizante perspectiva naturalista se resistiera a abandonar el enterrado mundo del Derecho penal decimonónico. A título de ejemplo veamos algunos de esos casos.

i. Caso de la cocinera 

Una mujer fue condenada a 13 años de pena privativa de la libertad por el delito de promoción y favorecimiento al tráfico ilícito de drogas agravado en condición de integrante de una organización criminal (arts. 296 y 297.6 CP). La imputación fue haber ejercido el oficio de cocinera, desde cuya posición al alimentar a su marido y los empleados de éste, todos ellos integrantes de una organización criminal dedicada al narcotráfico, favoreció el funcionamiento de la organización. La Corte Suprema de Justicia al momento de confirmar la condena de los demás, absolvió a la cocinera, con el siguiente fundamento:

“(…) se desprende de la acusación fiscal y de la sentencia de conclusión anticipada que la imputación que pesa contra ella es por haber proveído alimentación a sus coprocesados que se encargaban de preparar la droga; sin embargo, dicha imputación no encuadra dentro del tipo penal, constituyendo una conducta atípica, que ni siquiera puede considerarse a título de cómplice, pues con su conducta no ayudó a la fabricación de la droga, únicamente alimentaba a dichas personas, no pudiéndola sancionar por los conocimientos especiales que posea; en este sentido, se advierte que la conducta desplegada por la encausada está revestida de neutralidad, operando en el presente caso la prohibición de regreso, la cual sirve como filtro para determinar la delictuosidad de una conducta en los casos de intervención plural de personas en un hecho, ya que si la misma ha sido practicada en el marco de un oficio cotidiano, una profesión o una actividad estandarizada, no puede hacer decaer el efecto de garantía y de protección que lleva aparejada el ejercicio del rol, en consecuencia corresponde absolver a la procesada de los cargos que pesan en su contra”.

En este caso, mediante un razonamiento completamente opuesto al del dogma causal arraigado en la sentencia condenatoria de la instancia previa, la Corte Suprema sostuvo que la conducta de proveer alimentación a los coimputados concuerda con el estereotipo de lo que atañe desempeñar cotidianamente a quien se dedica a las labores de cocina. Siendo esto así, no tiene sentido condenar a una persona cuando su actuar no desborda los límites del estándar de conducta adecuado a un rol socialmente estereotipado, pues en ese caso no hay rebasamiento de prohibición penal alguna. La solución fue correcta, puesto que cocinar y dar de comer a unos delincuentes representa en su facticidad únicamente pura causación fenomenológica que en modo alguno contiene el sentido normativo de una participación punible. Hay una ajenidad normativa del obrar acorde a un rol socialmente estereotipado de la cocinera respecto de la comunidad delictiva u organización criminal dedicada al narcotráfico conformada por su marido.

ii. Caso de los vasitos de tecnopor

Al gerente general de una empresa de ferrocarril que transporta turistas desde Ollantaytambo hacia Machu Picchu se le imputó la autoría del delito de contaminación ambiental (art. 304, 1er. párrafo CP), luego de haberse encontrado en la línea férrea residuos sólidos consistentes en vasitos de tecnopor que fueron arrojados por los usuarios de los trenes. Para la fiscalía estos residuos sólidos causaron impactos ambientales significativos en la zona, y al ostentar el gerente general el dominio gerencial de la empresa debe responder penalmente por el resultado.

Claramente existió una fijación naturalista –propia del dogma causal– en la imputación de cargos realizado por la fiscalía, pues tan solo en base al puro resultado se postuló la responsabilidad penal del directivo de la empresa, obviándose por completo que el juicio de relevancia típica de una conducta consiste más bien en una adscripción antinormatividad a partir de las regulaciones existentes que delimitan la libertad de actuación o el ámbito de competencias del agente. Más aún, si estamos ante un segmento social altamente regulado, como en efecto es el sector medioambiental, la fiscalía debió verificar primero si existía alguna norma concreta en el campo extrapenal que la conducta del gerente general pudo haber rebasado; sólo después de haber realizado ese juicio de valoración, y al confrontarla con los elementos del tipo penal, hubiese estado en condiciones de adscribir o negar la relevancia típica a la conducta imputada.

La Sala Penal Superior de Cusco, contradiciendo la imputación fiscal, confirmó asertivamente la absolución con base en una perspectiva normativa completamente distante de la pura fenomenología causal del resultado:

“5.6.- Durante el desarrollo del presente proceso, este Tribunal advierte que el titular de la acción penal pública no ha acreditado en forma suficiente que el acusado […], en su condición de gerente general […] haya usado a terceras personas para contaminar el medio ambiente en la ruta ferroviaria Ollantaytambo – Machu Picchu – Ollantaytambo. Al haberse omitido por el señor Fiscal la actuación de medio probatorio que acredite las funciones específicas del referido procesado. El artículo 27° del Código Penal prevé la punibilidad de la actuación en nombre de persona jurídica, señalando que el que actúa como órgano de representación autorizado de una persona jurídica o como socio representante autorizado de una sociedad y realiza el tipo del delito, es responsable como autor, aunque los elementos especiales que fundamentan la penalidad de este tipo no concurren con él pero sí en la representada. Como señala el A Quo, este tipo de punibilidad prevé la condición del actuar por otro. Teniéndose también en cuenta que la distribución de funciones en la estructura empresarial supone que los representantes legales no realicen acciones en sentido estricto y que su función básicamente es la de representación y liderazgo. Por lo tanto no se acreditó en juicio que el imputado […] sea responsable de la comisión del hecho imputado. Añadiendo a ello que al ser la empresa […], una de gran envergadura, tal y como lo ha sostenido el imputado, existen áreas específicas de trabajo que se encargan de temas concretos, los cuales no siempre en su totalidad llegan a ser de pleno conocimiento del gerente general, en vista de que ello significaría para esta persona una sobrecarga de trabajo; dominando el principio de la distribución de funciones y el principio de confianza”.

No es suficiente mencionar la existencia del deber general de evitar impactos ambientales como resultado asociado al ejercicio de actividades de la empresa, porque si la empresa contaba con una organización normativa con reparto de competencias y funciones debió identificarse el deber concreto con cuya infracción podría haberse atribuido una relevancia típica al comportamiento omisivo del gerente general. Si bien éste tiene un deber de vigilar, supervisar, controlar el correcto funcionamiento de la política ambiental al interior de la empresa, el cumplimiento de ese deber opera mediante actos de delegación o transferencia de competencias. Quien delega se libera así de la administración directa del riesgo y confía válidamente en que el delegado administrará correctamente la competencia delegada.

II. Establecimiento del riesgo permitido como categoría nuclear de la tipicidad

La dimensión conceptual de la imputación objetiva se plasma en institutos dogmáticos, útiles para su cabal comprensión y aplicación práctica. Estos institutos dogmáticos son: a) el riesgo permitido, b) el principio de confianza, c) la prohibición de regreso, y d) la imputación a la víctima.

El presente estudio se limita al tratamiento del riesgo permitido como el ámbito de interacción social donde se delimita normativamente los contornos de la libertad de acción de la persona en la sociedad. No todo riesgo creado debe ser desaprobado jurídicamente, porque la sociedad en determinados contextos está dispuesta a tolerar la creación de determinados riesgos por considerarlos necesarios para el desarrollo de los contactos sociales. Por ejemplo, ninguna corte de justicia se atrevería a juzgar a un ciudadano por la compra de un automóvil de último modelo porque al conducirlo va a crear un riesgo de muerte o de lesión para las personas que a pie también toman parte en el tráfico rodado. La circulación de vehículos motorizados por el centro de las ciudades muestra sin lugar a duda un riesgo para los bienes del entorno social, mucho más cuando se desplazan con altas velocidades. Pero, no por ello se prohíbe la compraventa de automóviles.

Incluso el empleo y consumo de algunos productos plantea cierto abuso, como la energía eléctrica, el internet, o el alcohol, pero mientras la sociedad con su modernización y cada vez más elevado grado de tecnificación necesita de esos bienes o servicios para funcionar, no podrá renunciar a los mismos, sino tendrá que aprender a convivir con el abuso de esos bienes, por formar parte del riesgo permitido. Hoy nadie está dispuesto a volver a comunicarse con señales de humo, ni a desplazarse en carruajes ni a vestirse con taparrabos.

Lo importante a resaltar es que no está prohibido jurídicamente practicar conductas per se riesgosas. Sería absurdo -además de imposible- que el ordenamiento jurídico prohibiera toda situación riesgosa para librar a las personas de todos los peligros posibles. Por muy alta que parezca la peligrosidad de algunas acciones, pero mientras responda a “una configuración vital que está tolerada de modo general”, está cubierta por el riesgo permitido. Nadie está obligado a desaparecer los riesgos que acompañen a su actividad, mucho menos está obligado a reducirlos a cero, como se ve de una mejor manera en el ámbito de las empresas. El deber jurídico es de mantener los riesgos controlados, dentro de los estándares y límites permitidos, más no a desaparecerlos.

i. El paso de la adecuación al riesgo permitido

El dogma causal se emparenta con la teoría de la lesión de un bien jurídico entendido en sentido naturalista como destrucción de un bien en su existencia natural. Welzel contradijo este punto de vista desde sus primeros trabajos, considerándola una interpretación equivocada de la “realidad social del Derecho”, pues en la sociedad sólo hay bienes jurídicos en la medida que “desempeñan una función” y una visión estática de ellos equipararía la realidad con un “mundo museal muerto”. Para Welzel en la vida cotidiana todas las personas están expuestas de modo permanente a sufrir una lesión o puesta en peligro de sus bienes jurídicos, sin embargo, el Derecho penal no está presente de manera permanente como guardián de dichos bienes, ya que el Derecho penal pertenece al “mundo del sentido, del significado” y no al de la naturaleza. En esta línea de argumentación hoy JAKOBS añade que al Derecho penal no le atañe, por ejemplo, castigar al asesino por simplemente haber destruido una vida humana que, “per se no es más que un mero hecho natural”, sino por haberse rebelado contra la norma que “convierte al sistema psicofísico ‘ser humano’ en un ser humano que no debe ser matado sin razón”.

Así, hay situaciones donde determinados peligros, incluso daños causales, no generan el interés de intervención del Derecho penal, pese a existir un bien jurídico lesionado en su esencia natural. Esos peligros no activan el interés de persecución del Derecho penal precisamente, como dice Welzel, por haber sido producidas por una conducta socialmente adecuada. Este es el caso, por ejemplo, de quien tiene relaciones sexuales con una mujer con tuberculosis con la intención de que fallezca en el parto, al no poder resistirlo por tener la salud resquebrajada; también el caso del sobrino que para heredar la herencia de su tío rico lo alienta a usar el transporte público con la esperanza de que fallezca en un accidente. De producirse un resultado lesivo, los comportamientos de ambos agentes son “socialmente adecuados y no realizan ningún tipo penal de homicidio”. En el juicio de valoración no tienen cabida la causalidad ni el dolo, sino únicamente el significado “socialmente adecuado de la conducta que de ninguna manera es un modelo de conducta, sino un comportamiento realizado en el marco de la libertad social de la acción”.

En la adecuación social se anudan el Derecho penal y la sociedad, a partir de lo cual el concepto dogmático del delito despliega su sentido como imputación de antinormatividad resultante de los contactos sociales y no de las lesiones naturalísticas generadas por dichos contactos. Evidentemente, las consideraciones valorativas aportadas por la adecuación social para la determinación de la relevancia o irrelevancia penal de la conducta son diametralmente opuestas al del dogma causal y de todo punto de vista parecido. La teoría de la adecuación social es correcta en este sentido; sin embargo, por sí sola, sin un estándar normativo dentro de su configuración, adolece de una “evidente vaguedad” en la resolución jurídica de los problemas generados por las conductas estimadas como socialmente habituales que son practicadas para favorecer la comisión de un delito.

Es por ello que el riesgo permitido, como instituto dogmático de la imputación objetiva del comportamiento, viene a superar los problemas no resueltos por la adecuación social. Con base en una solución normativa, el riesgo permitido emprende la determinación de la relevancia típica de una conducta a partir de la demarcación de los límites del ámbito de competencia del agente abarcado necesariamente por una norma extrapenal. El quid de la cuestión en la determinación del carácter típico de una conducta está entonces en esclarecer si la misma reúne el significado de un obrar conforme a un rol social y normativamente estereotipado de la persona vinculado a un contexto social concreto, o si más bien lo extralimitó dando lugar a la configuración de un riesgo prohibido. Es por ello que estamos ante una teoría de la conducta típica con una explicación normativa concreta y no genérica como en su momento lo mostró la teoría de la adecuación social.

La pregunta es si el legislador debería prohibir los riesgos permitidos y qué ganaría la sociedad con esta medida. La respuesta es evidente: El Derecho penal es un orden secundario del ordenamiento jurídico que interviene como ultima ratio sólo después de que la conducta haya rebasado los límites de lo tolerado o permitido en el orden primario contenido en las normas extrapenales, de manera que si dicho orden tolera ciertas conductas que contengan un peligro abstracto, o conductas una idoneidad potencial establecida estadísticamente para lesionar los objetos penalmente protegidos, le es vedado al Derecho penal declararlos como pasibles de sanción penal. He allí que por esta razón al legislador le es imposible prohibir estos riesgos porque la prohibición colisionaría precisamente y de manera frontal con “el riesgo general de la vida”, cuyo campo de operación forma parte de la indiscutible libertad de acción de que gozan todas las personas dentro de la sociedad de un Estado de libertades y que la Constitución garantiza a todo ciudadano en el art. 2, inc.1, con el reconocimiento de su derecho al “libre desarrollo y bienestar”. Queda entonces entregado al propio ámbito de organización del ciudadano la gestión de su esfera de libertad personal cuando participa de la interacción en sociedad.

El legislador no puede ni debe ser invasivo sobre cómo la persona ha de organizar y adoptar los mecanismos de precaución y cuidado ante los riesgos mínimos que presupone la convivencia en una sociedad de libertades; por esta razón no está prohibido per se jurídicamente practicar las conductas antes descritas, por riesgosas y peligrosas que puedan ser, en la medida que están abarcadas concretamente por el riesgo permitido20. Sería absurdo, además de imposible, que el legislador prohibiera toda actividad y prestación de servicios peligrosas con el objetivo de proteger a las personas frente a todos los riesgos posibles. Por muy alta que parezca la peligrosidad de algunas acciones, mientras responda a “una configuración vital que está tolerada de modo general”21, está cubierta por el riesgo permitido. Y respondiendo a la pregunta de qué ganaría la sociedad con la permisión de estos riesgos, pues gana modernidad, tecnología y comodidad para sus integrantes de convivir con un estilo de vida sin taparrabos ni con señales de humo para comunicarse. La supresión radical de todos estos riesgos sólo sometería a la sociedad a un subdesarrollo que nadie estaría dispuesto a aceptar. No hay alternativa, parte del ejercicio del derecho a la autodeterminación consiste en que las personas convivan con estos riesgos dentro de la sociedad.

Es importante resaltar que el vocablo riesgo permitido en modo alguno se refiere a un ámbito de permisiones en el sentido de una causa de justificación. Toda causa de justificación requiere de un contexto excepcional, o de una situación de necesidad para su configuración, como en el caso de la legítima defensa, o en el del estado de necesidad justificante. Todo lo contrario, el riesgo permitido se desenvuelve en un contexto normal o habitual de la interacción social que no necesita ser justificado por no realizar tipo penal alguno. Su ubicación sistemática en un sentido dogmático corresponde al tipo objetivo. El riesgo permitido está cubierto por el estado normal de vigencia de normas en la sociedad, mejor dicho, por situaciones que la sociedad tolera por considerarlas adecuadas a su configuración normativa de manera consustancial. Si tuviera que considerarse el riesgo permitido como una causa de justificación, entonces tendría que reconocerse que todas las acciones riesgosas pertenecientes a los riesgos generales de la vida son acciones típicas, pero justificadas, lo que claramente es un contrasentido. En modo alguno habría diferencia entre una conducta riesgosa general y una conducta típica porque toda actividad y prestación de servicios riesgosas serían típicas; tampoco podría diferenciarse entre un ilícito administrativo y un ilícito penal, cuando sabemos que los ilícitos administrativos encierran una antinormatividad para el segmento social concreto –por ejemplo, un ilícito tributario, otro medioambiental o aduanero–, pero no por ello califican directa ni automáticamente como conductas delictivas: quien deja de pagar los impuestos que establecen las leyes, pero sin emplear cualquier artificio, engaño, astucia, ardid u otra forma fraudulenta, actúa obviamente de manera riesgosa, e incurre en un ilícito tributario, pero no por ello realiza una conducta típica del delito de defraudación tributaria (art. 1, D. Leg. 813 – Ley penal tributaria). Igualmente, quien elude el control aduanero ingresando mercancías del extranjero que superan el valor de cuatro unidades impositivas tributaria solamente incurre en un ilícito aduanero, no obstante que dicho obrar encierra una peligrosidad para ese sector social, pero, de ninguna manera, realiza una conducta típica de contrabando (art. 1, Ley 28008 – Ley de los delitos aduaneros); tampoco comete delito de contaminación ambiental quien, a pesar de actuar de manera riesgosa realizando emisiones de gases tóxicos, emisiones de ruido, filtraciones, vertimientos o radiaciones contaminantes en la atmósfera, el suelo, el subsuelo, las aguas terrestres, marítimas o subterráneas, no supera los límites máximos permisibles establecido en los reglamentos y las leyes de la materia (art. 304 CP).

Por lo mismo, si tuviésemos que admitir que el estudio del riesgo permitido es en la antijuricidad, como un supuesto más de una causa de justificación, tendríamos que aceptar que todas las actividades riesgosas acabadas de describir, que en sí mismas a lo sumo podrían ser calificadas como un ilícito administrativo, serían acciones típicas pero justificadas. Es decir, un completo absurdo. Indiscutiblemente todas estas conductas encierran un peligro para el sector social concernido, pero en la medida que no superan los estándares de comportamiento que el Derecho penal desaprueba, son atípicos; reúnen el significado de un obrar enmarcado dentro del riesgo permitido. 

En la línea de lo expuesto, la jurisprudencia penal nacional aporta que:

“en la sociedad se producen, a cada instante, contactos sociales, de los cuales se derivan básicamente dos tipos de riesgos: el primero es el riesgo permitido, entendiéndose a éste como concreción de la adecuación social, riesgo que necesariamente deberá ser tolerado por las personas que conforman la sociedad (…). Por ejemplo, si la humanidad inventó el auto es para darse a sí misma mayor facilidad en el tráfico y traslado de un lugar a otro, sin embargo, esa invención trae riesgos, como por ejemplo que se produzcan accidentes tales como choques, volcaduras, etc., pero son riesgos que necesariamente, hasta cierta medida, (siempre y cuando la norma penal lo permita y no se transgreda) son tolerados por la sociedad por el beneficio derivado. El segundo es el riesgo no permitido, entendiéndose a éste como transgresión del rol (…). La creación de un riesgo no permitido se desarrolla cuando una persona no cumple lo estipulado por su rol”.

Claramente, el razonamiento judicial plasma la realidad socio-normativa que acompaña a todo riesgo, pues, como tal, el riesgo es consustancial a todo contacto social, pero su tratamiento normativo es realizado de manera diferenciada por el ordenamiento jurídico. Esto hace posible diferenciar normativamente entre riesgos permitidos y riesgos prohibidos

ii. Riesgo permitido como un obrar acorde al rol de la persona

Si el hecho típico reúne el sentido de quebrantamiento de un rol quiere decir que la imputación es el reverso del cumplimiento del rol. El ejercicio del rol personal determina que el sujeto debe cumplir la expectativa social, y, por tanto, ser respetuoso con la norma. El reverso, esto es, la infracción de la norma o lesión de un deber determina el apartamiento del rol por parte del sujeto, y por ello la defraudación de la expectativa social. La imputación penal representa así la desviación antinormativa de la correspondiente expectativa social que obliga al titular de cada rol.

Esta cuestión es reconocida en la práctica judicial del modo siguiente:

“(…) el punto inicial del análisis de las conductas a fin de establecer si devienen en penalmente relevantes, es la determinación del rol desempeñado por el agente en el contexto de la acción; así el concepto de rol está referido a “un sistema de posiciones definidas de modo normativo, ocupado por individuos intercambiables” (cfr. JAKOBS, Günther, La imputación objetiva en Derecho penal, trad. Manuel CANCIO MELIÁ, Grijley, Lima, 1998, p. 21) de modo que el quebrantamiento de los límites que nos impone dicho rol, es aquello que objetivamente se imputa a su portador”.

“(…) Los tipos penales prohíben (ya sea por comisión o por omisión) la producción de resultados lesivos para los bienes jurídicos, por lo que castiga todo comportamiento que tiene un sentido lesivo o que favorezca la producción de ese resultado; que, sin embargo, en una sociedad altamente complejizada cada uno de sus miembros portan roles, tales como rol de policía, profesor, juez, constructor, chofer, etcétera, y en la medida en que los portadores de dichos roles se mantengan en ella sus conductas no pueden configurar un favorecimiento a la comisión de los delitos; que, en estos supuestos, nos encontramos ante conductas neutrales o cotidianas, las cuales mientras se mantengan dentro de su rol no tendrán relevancia penal”.

“(…) El acto médico no se puede penalizar, pues no sólo es un acto esencialmente lícito, sino que es un deber del médico el prestarlo; asimismo tampoco se puede criminalizar la omisión de denuncia de un médico de las conductas delictivas de sus pacientes conocidas por él en base a la información que obtengan en el ejercicio de su profesión; que, por tanto, el acto médico constituye -como afirma un sector de la doctrina penalista nacional- una causal genérica de atipicidad: la sola intervención profesional de un médico, que incluye guardar secreto de lo que conozca por ese acto, no puede ser considerado típica, en la medida en que en esos casos existe una obligación específica de actuar o de callar, de suerte que no se trata de un permiso -justificación- sino de un deber, no genérico, sino puntual bajo sanción al médico que lo incumple”.

El rol sintetiza un conjunto de expectativas dirigidas al titular de una determinada posición en la sociedad. En términos jurídico-penales, el rol fija una posición jurídica, una posición de deber, un estatus jurídico, una titularidad de derechos y deberes, un ámbito de competencia personal del que todo interactor es portador dentro de la sociedad, y de cuya adecuada administración depende el funcionamiento normativo de la sociedad.

Hay dos tipos de roles el rol general de persona, que aporta el fundamento de la responsabilidad por la lesión de los límites generales de la libertad. Ningún actor social puede sustraerse a este rol porque constituye la posición de deber más general que cumplir para poder hablar de una sociedad en funcionamiento.

(Continúa...)

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