El discurrir del Derecho penal, de la pena y de la culpabilidad no ha sido nada pacífico si se quiere decir, en el sentido de entender, que estos límites y fundamentos al castigo institucionalizado, no fueron siempre entendidos o dígase percibidos desde planos materiales y fenoménicos en un proceso de atribución personal, sostenido sobre una persona con libertad, discernimiento y voluntad conductiva, sino que la sintomatología y las patologías, la personalidad del agente, las actitudes del agente en sociedad y otros visibles e invisibles estados de peligrosidad social, eran las que generaban la necesidad de reacción punitiva, sin que fuese necesario la verificación de un acto dañoso para con los intereses jurídicos fundamentales de la persona, el Estado y la sociedad; de cierta manera, la reprobación se afincaba sobre proclividades conductivas sin tener que expresar una externalidad lesiva para con las libertades ciudadanas.
De hecho, mas allá lo que el Finalismo propuso metodológicamente y traído a mas por el Funcionalismo, de lo necesario de apuntar a los factores internos y externos de la imputación delictiva, esta solo puede abrazar un acto como contenido; dicho esto en otras palabras: la revisión dogmática del Derecho penal ajustado a los valores principistas de las democracias, significó una redefinición cultural y filosófica, donde la conducta humana es la pieza de desvaloración, siempre y cuando aparte de la transgresión normativa, suponga una afectación a los bienes jurídicos de mayor apreciación constitucional y a su vez que responda a un criterio de libertad humana.
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