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28 de Septiembre del 2024

Estado, Economía y Corrupción

Estado, Economía y Corrupción

Estado, Economía y Corrupción

 

INTRODUCCIÓN

En este final de siglo, la democracia liberal se ha convertido en el único punto de referencia válido como forma de gobierno; pero esto no es óbice para que se desarrolle en su seno una peculiar patología, la corrupción, que desnaturaliza su funcionamiento y puede llegar a poner en cuestión su legitimidad. La corrupción deteriora dos de las funciones básicas de un sistema democrático: el control por parte de los ciudadanos de la gestión de la finanzas públicas y el correcto uso del poder por parte de los gobernantes. Para decirlo de manera más enérgica, la corrupción atenta contra los fundamentos de los sistemas representativos.

Ciertamente, no todos los países democráticos ni todos los partidos políticos están igualmente corrompidos. Los EE. UU. o Gran Bretaña están menos afectados por el virus corruptor que España, Japón, Francia o la Italia de la Primera República. Ahora bien, durante mucho tiempo, en los regímenes auténticamente representativos, la corrupción no era más que la escoria de la democracia. Sólo ocupaba el centro de la escena en aquellos lugares donde el poder político controlaba toda o una parte sustancial de la actividad económica: los países comunistas y las dictaduras del Tercer Mundo. Sin embargo, hoy la corrupción se ha desplazado hasta el corazón mismo de las instituciones en numerosos Estados democráticos, y de esta manera se ha convertido en un problema de carácter estructural.

El fenómeno de la corrupción ha sido tratado por la ética, por la sociología, por la teoría política y, por supuesto, por la economía. Los padres fundadores de la ciencia económica criticaban el mercantilismo no sólo por ser un foco de ineficiencia, sino también de corrupción. Los economistas clásicos tenían un objetivo común, al margen de sus discrepancias políticas, que consistía en la reforma de la corrupta acción pública ligada al mercantilismo, y también veían con claridad que "la democracia entrañaba el peligro de que todos intentasen aumentar el poder estatal para utilizarlo en beneficio propio,,1. Como señala Stigler, "El autor de La Riqueza de las Naciones no necesitaba que le dijeran una cosa tan obvia como e que el interés propio entra también en la vida política".

Pero hasta hace relativamente poco tiempo, los economistas modernos han prestado escasa atención a las cuestiones institucionales y a su impacto sobre fenómenos tan importantes como la corrupción. Sin embargo, la teoría económica puede ofrecer un valioso soporte para entender cómo nace y se desarrolla el virus de la corrupción, con una ventaja sobre otros enfoques alternativos: la falta de necesidad de recurrir a explicaciones o juicios de carácter ad homínem. En concreto, algunas de sus ramas, como el Publíc Choice, suministran un marco analítico útil para ayudar a un mejor entendimiento del problema.

El objetivo de estas reflexiones es doble. Por un lado se tratará de analizar las causas determinantes del desarrollo de la corrupción en las democracias occidentales. Para empezar puede formularse una hipótesis: su raíz no se encuentra ni en la perversidad moral de los hombres públicos, aunque de todo hay, ni en la falta de sentido ético de los ciudadanos, que no falta; sino mas bien en el creciente peso del poder político y administrativo sobre la actividad económica y social, en el desmantelamiento de los frenos y contrapesos institucionales que el Estado liberal levantó para evitar el abuso del poder. Pero el análisis estaría incompleto, si no se intentara explicar por qué la corrupción tiene una influencia nociva sobre el crecimiento económico. Al margen de la importancia intrínseca de ese hecho, no puede ignorarse que resulta más fácil apelar a la moral, cuando esa apelación afecta a las finanzas de los ciudadanos.

¿QUIÉN ES EL CORRUPTOR Y QUIÉN EL CORROMPIDO? 

La rápida y reciente extensión de la corrupción en las sociedades democráticas ha llevado, como sucede siempre en estos casos, a una pérdida de precisión a la hora de definir el verdadero significado y alcance del concepto. Quizá donde con mayor claridad se percibe esta confusión, es en la equiparación del corruptor con el corrompido. Esto es lo que se quiere decir cuando se sostiene que, por ejemplo, en España la corrupción no prosperaría sin la colaboración de los empresarios. En todo caso, no está nada claro que el comportamiento del corruptor merezca el mismo juicio y por tanto, el mismo castigo que el funcionario o el político que se corrompe .

Un ejemplo puede servir para ilustrar esta aparente paradoja. Basta plantear un contrato de corrupción típico. La empresa X quiere construir un centro comercial en un lugar Y. Para ello precisa de una licencia cuya concesión depende del funcionario o el político Z. Ahora bien, la obtención de esa autorización exige que la empresa X ofrezca un pago a Z. Si no lo hace puede olvidarse de su centro comercial. La alternativa es renunciar, dejar a otra compañía ocupar su lugar y así quedar fuera del mercado. Si esto sucede, la empresa X habrá vulnerado su principal obligación hacia sus accionistas sin conseguir que la moral pública resplandezca. Otra cosa muy diferentes es la actuación de Z, el burócrata o el funcionario; éste ha violado su único y sagrado deber de atender al Ínterés público. Ha traicionado la confianza de sus empleadores, los ciudadanos. En otras palabras, ha utilizado su poder para satisfacer intereses privados.

 

 

 

 

Sin embargo, los intervencionistas tienden a echar toda la responsabilidad sobre el corruptor cuando éste es sólo víctima de las reglas del juego, como se mostrará a lo largo de este trabajo. Este ejercicio de hipocresía "políticamente correcta" tomado al pie de la letra equivale a negar el libre arbitrio y liberar a los individuos de la responsabilidad sobre sus propios actos.

La experiencia de la Foreign Corrupt Practices Act aprobada en la presidencia de Carter muestra bien los perniciosos efectos de un sentido moral extremado cuando el marco no es adecuado. Antes de esta ley, la legislación americana no prohibía a las empresas de los Estados Unidos ser "generosas" con funcionarios, políticos o ejecutivos en sus relaciones comerciales con otros países. La prohibición hizo a muchas empresas norteamericanas perder mercados frente a otras naciones que no consideraban ilegales esas prácticas. La Foreign Corrupt Practices Act se convirtió en una desventaja competitiva para las corporaciones yanquis sin que sirviera para moralizar los negocios internacionales. Algo ilegal no es necesariamente algo inmoral. El mundo sería probablemente mejor si todos los hombres fuesen buenos y benéficos, pero como no sucede tal cosa, los comportamientos morales de unos pueden servir para que otros obtengan ventajas si actúan de una manera poco ética. Es una situación clásica del "dilema del prisionero".

El anterior planteamiento puede resultar escandaloso o cínico (aunque sólo en apariencia), pero dibuja una línea clara y precisa entre lo que es y lo que no es corrupción. Practicar la corrupción es utilizar de una manera directa o indirecta el poder político o administrativo fuera de su esfera legítima para procurar ventajas en dinero o en especie, y distribuirlas entre amigos, parientes, servidores o partidarios. La corrupción implica necesariamente el uso del aparato estatal de forma discreccional para conceder beneficios a personas físicas o jurídicas concretas.

En definitiva, la corrupción es el vicio o la patología por la cual se pervierte el verdadero significado de las cosas. Aplicado a la experiencia pública, el criterio para medir el riesgo de .corrupción se expresa con claridad en la célebre máxima de Lord Acton: "el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente,,4. Cuando se eliminan los mecanismos que hacen posible evitar que los gobernantes o los funcionarios incompetentes o deshonestos hagan demasiado daño, la democracia se pervierte ineludiblemente. La única forma de evitarlo es limitar su poder, lo que implica restaurar un auténtico estado de derecho y una verdadera economía de mercado.

VICIOS PRIVADOS, VIRTUDES PÚBLICAS

En gran parte, el desarrollo de la corrupción se debe a un error metodológico de base: la idea de que la naturaleza humana sufre una mutación sustancial en función del lugar donde los individuos despliegan su actividad. Según este planteamiento, los individuos se comportan de manera diferente cuando actúan en el mercado a como lo hacen en el sector público. En éste se despojarían de todo interés egoísta, entregándose al servicio del bien común. La mayoría de los analistas se sienten muy cómodos al contemplar al gobierno o a sus agentes en línea del interés público o, como diría Buchnan, del Déspota Benevolente.

Como es evidente, la esquizofrenia entre el doctor Jekyll funcionario político y el mister Hyde sujeto privado carece de consistencia teórica y empírica. Todas las personas intentan maximizar su utilidad; lo único que cambia es el contenido de ésta en razón del marco institucional donde los individuos actúan. Ahora bien, las consecuencias derivadas de la acción individual que maximiza su utilidad son muy distintas si ésta se despliega en el mercado o si lo hace en el terreno político. Si el interés propio domina a la mayoría de los hombres en todas las empresas comerciales ¿por qué no también en sus empresas políticas?

Tanto las relaciones políticas como las económicas exigen cooperación por parte de dos o más personas. El Estado y el mercado son instituciones a través de las cuales la cooperación se organiza y se hace posible. En un mercado libre, las transacciones se producen porque benefician a las dos partes. No habría intercambio si quienes participan en él no lo estiman mutuamente beneficioso. Por ello, el mercado no es un juego de suma cero, en el que las ventajas conseguidas por unos se transforman en pérdidas para otros. Además, las transacciones del mercado son repetitivas, y por ello (generalmente) los engaños y los incumplimientos de promesas son inútiles y costosos. En un sistema de libre empresa, los individuos ponen sus conocimientos personales al servicio de sus peculiares objetivos, dentro de un marco normativo que hace respetar los derechos de propiedad y castiga la violencia y el fraude; es decir, garantiza el juego limpio. "Una reputación de sinceridad y responsabilidad es un activo comercial". Sobre esta base funciona el sistema de libertad económica.

Cuando el individuo participa en la acción colectiva, su actitud no pierde su naturaleza maximizad ora, simplemente se modifica el fin a maximizar. Los políticos y los burócratas maximizan poder, pero la mano invisible que en el mercado lleva a convertir los intereses egoístas en un servicio a la colectividad, actúa en el sentido inverso en la vida pública; en efecto,la mano invisible funciona al revés, ya que convierte los intereses colectivos en individuales. En el terreno político,la maximización de la utilidad requiere que ésta se produzca a costa de los demás. El enfoque maximizador del poder propio de la acción pública es un juego de suma cero; lo que unos ganan otros lo tienen que perder. No hay prácticamente ninguna intervención estatal, que desde el punto de vista de los ciudadanos afectados pueda dejar de calificarse como una expropiación o como un donativo.

Estas dos visiones diferentes, una moral social, opuesta a una moral privada, generan modelos institucionales distintos. Quienes no creen en la esquizofrenia sistemática de la naturaleza humana -egoísta en lo privado y generosa en lo públicohacen suyo el dicho de Jefferson, según el cual, "El Estado libre está basado en el recelo y no en la confianza". Concientes, por lo tanto, de que los individuos y los grupos tratarán siempre de manejar el gobierno para satisfacer sus propios intereses, limitan el poder político; lo someten a reglas generales, aplicables a todos los ciudadanos y grupos de la sociedad civil. En el contexto de ese Estado limitado,los gobernantes no tienen posibilidad de beneficiar o perjudicar a personas o grupos concretos. Aquí es difícil que florezca la corrupción.

Cuando el diseño político, administrativo e institucional se apoya en una concepción de los hombres públicos -burócratas o políticos- como seres desprovistos de otra pasión que no sea la del interés público, las cosas son de otra manera. La visión beatífica de la actividad pública lleva a conceder excesivo poder a la maquinaria estatal y, en consecuencia, hace posible abusar de ella. Dentro de esta perspectiva es innecesario proteger a ros ciudadanos de personas honorables entregadas al interés público y es impensable que estos individuos abusen del poder. Por lo tanto,las restricciones levantadas para evitar el uso de poder en beneficio de intereses particulares carecen de sentido. La actividad intervencionista da lugar a que ciertos grupos o individuos se enriquezcan o puedan enriquecerse a costa de otros, y nada ni nadie puede garantizar que los enormes poderes que el intervencionismo pone en manos de burócratas y políticos sean ejercitadas de manera justa y benéfica.

En este modelo, la corrupción puede prosperar con facilidad.

El escaso éxito de los economistas en persuadir a los políticos de las nefastas consecuencias de las mil y una intervenciones introducidas en el sistema económico lleva a extraer una conclusión evidente: las regulaciones sirven de manera explícita o implícitaalos fines de los hombres públicos. Es posible que los políticos tengan una capacidad de raciocinio inferior a las media, pero también lo es que la ineficiencia económica de determinadas acciones públicas no se traduzca en ineficiencias en el mercado político, porque el gobierno y sus agentes ejercen sus poderes para maximizar su renta neta en dinero o en votos.

LA FUENTE DE LA CORRUPCIÓN

La experiencia muestra cómo hombres buenos y honestos insertados en un marco institucional inadecuado se convierten en depredadores. Por ello, la cuestión esencial es analizar si los mecanismos de toma de decisiones políticas constituyen o no un freno eficaz para las potenciales inclinaciones perversas de los hombres públicos. Como ha escrito el Nobel de Economía, James M. Buchanan, "Las actividades y la importancia de los grupos de interés en el proceso político no son independientes del tamaño total ni de la composición del presupuesto del Estado". 

De entrada puede ya formularse un principio de carácter general: el nivel de corrupción existente en una sociedad es directamente proporcional a su grado de estatización. En este contexto, ha señalado Jean Francois Reve16 , existen dos tipos básicos de corrupción. El primero, al que están predispuestos sobre todo los regímenes democráticos, se deriva de la posible colusión entre el poder político y las empresas: adjudicaciones, empleos públicos, exenciones fiscales, subvenciones. En las sociedades desarrolladas, el riesgo de corrupción aumenta a medida que lo hace el intervencionismo y el dirigismo. El segundo, es el propio de los sistemas colectivistas o ampliamente nacionalizados, en los que la propiedad del Estado y el patrimonio nacional se confunden.

La modalidad de corrupción engendrada por las economías planificadas es de sobra conocida. Las descripciones sobre el uso de los fondos públicos por las nomenclaturas son de dominio general y no es necesario extenderse sobre ellas. Además, el socialismo real y sus sucedáneos han dejado de ser alternativas a la democracia liberal. Donde no hay mercados competitivos, la asignación de recursos y la distribución del producto se realizan en función a decisiones arbitrarias o discrecionales, en las que antes o después la corrupción aparece, inexorablemente. Pero lo que a nosotros nos interesa es ver cómo se incuba y desarrolla la corrupción en las democracias parlamentarias.

Los principales métodos de control de la actividad económica alternativos al mercado son la regulación y la propiedad pública. En las sociedades democráticas existe una combinación de ambas, que configuran lo que se ha denominado economía mixta, en cuya estructura es precisamente donde se incuban los virus corruptores. Cuando el Estado controla la mitad del PIB y su legislación tiene un impacto diferencial sobre los individuos y grupos sociales, es utópico pensar que no se intentará poner el sistema político al servicio de fines particulares. "El poseedor del poder del Gobierno lo empleará -si puede- para .. ,,7 promover sus propIOS mtereses .

Los burócratas y los políticos saben que sus decisiones pueden irrogar al empresario o a los ciudadanos graves pérdidas y, a veces, también pingües beneficios. Hay desde luego funcionarios y políticos decentes; pero también los hay que no dudan, si la cosa puede hacerse de una forma" discreta", en utilizar su poder para obtener rentas. En un sistema intervencionista, la utilidad del burócrata o del político puede materializarse en un desprendido servicio a la colectividad, pero también pueden sentir la tentación de maximizar sus ingresos o, como se mostrará más adelante, su poder. Ante estas situaciones, Adam Smith recomienda ser cauto, porque: "Las personas que tienen la administración del gobierno (están) generalmente dispuestas a recompensarse a sí mismas y a sus inmediatos dependientes por encima de lo suficiente,,8.

En las economías mixtas hay múltiples esferas donde resulta muy difícil, por no decir imposible, evitar el favoritismo. Basta pensar en las licencias de construcción ¿A quién otorgarlas y a quién denegarlas? En la práctica no existe módulo objetivo alguno que permita tomar una decisión de esa naturaleza o que sea incapaz de evitar arbitrariedad. El que efectivamente se llegue o no a cobrar dinero por ello es anecdótico. Lo importante es la ausencia de mecanismos que garanticen que eso no se producirá. Esto es precisamente lo que impide ver la corrupción como un hecho aislado y la convierte en un problema estructural, como señalábamos en el comienzo de este trabajo.

Cuanto mayor sea el nivel de intervención en la economía, ma yores serán las modalidades de corrupción que puedan aparecer y más se extienden éstas. Si no se le pone coto, la corrupción puede convertirse no sólo en un instrumento de enriquecimiento personal, sino de desnaturalización del proceso democrático al transformarse en un mecanismo de compra de votos para fabricar una clientela fiel al poder. Sin duda, este proceso plantea un problema muy serio; si la democracia no puede funcionar sin tolerar el robo, es un mal sistema. Para decirlo de otra manera, la corrupción pervierte la democracia y es un elemento deslegitimador de un sistema de libertades.

(Continúa...)

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