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10 de Enero del 2025

Regalos, viajes y gastos de hospitalidad. Corrupción penal en la esfera de los negocios

Regalos, viajes y gastos de hospitalidad. Corrupción penal en la esfera de los negocios

 

I . APROXIMACIÓN AL TEMA

La disposición de regalos u obsequios en las relaciones comerciales o políticas, ya sea en la esfera pública o en la privada, no es un tema nuevo y ha motivado serias discusiones de cómo deberían entenderse a fin de evitar conflicto de intereses. Al respecto, y con el objeto de graficar que estos problemas ya se presentaban en el pasado, quisiera iniciar este trabajo relatando un episodio de fines del siglo XVIII en el que participó Thomas Jefferson durante su visita a Estados europeos como diplomático en representación de la naciente república americana (Teachout, 2012, pp. 37-39). Si bien Jefferson sabía que la costumbre imponía que debía otorgar regalos, pensaba que no estaba obligado, en cambio, a recibirlos, partiendo de su interpretación de su Constitución. En efecto, esta prohibía la recepción de emolumentos o regalos, pero indicaba que podía recibirlos si contaba con el consentimiento del Congreso, cuestión esta última que Jefferson quería evitar para no levantar suspicacias. Atendido lo anterior, le pidió a su secretario que explicara que estaba impedido de recibir regalos del rey. Como se comprenderá, tal explicación no satisfizo a los anfitriones, quienes indicaron que se negarían a recibir sus obsequios si no hacía lo propio. Frente a tal situación y para no ser descortés, procedió a aceptarlos para luego destruir algunos de ellos con el objeto de romper la cadena de dependencias que tales presentes podían significar, siendo coherente con lo que su gobierno pretendía representar y evitando así cualquier sospecha acerca de su cometido.

 

 

Si bien se trata de un caso que debe comprenderse dentro de su contexto histórico y bajo los parámetros culturales propios de su época, resulta interesante su invocación, pues refleja que la frontera entre lo que puede entenderse como adecuado y aquello que traspasa lo tolerable es un problema de larga data.

Es habitual en la esfera de los negocios que las empresas dispongan de un presupuesto para gastos de hospitalidad a través de los cuales se puedan hacer regalos o financiar actividades que permitan dar a conocer el giro del negocio. Por tanto, establecer criterios no resulta una tarea en principio sencilla, pues el propósito no es criminalizar gastos que pueden estimarse ineludibles para la promoción de productos o dirigidos a obtener beneficios comerciales frente a otras empresas de la competencia; empero, tampoco resultan aceptables aquellos que van más allá de los límites admisibles, que pueden estar dirigidos a incidir en la toma de decisiones y que representen una ventaja desleal que afecte la competencia.

 

 

Ahora bien, también es preciso distinguir la esfera de actuación de las empresas pues, en principio, podría pensarse que lo que se estima lícito en el mundo privado no lo sea en el ámbito público. Y es que, respecto de este último, los gastos de cortesía dirigidos a funcionarios públicos pueden ser valorados como un intento indebido de influir en las decisiones públicas que podría dar lugar a actos de soborno (Tillipman, 2014, p. 1). Al respecto, el artículo 251 sexies del Código Penal chileno (1874) establece una regla expresa a fin de precisar cuándo se puede estar o no frente a actos delictivos en el ámbito público. Es así que, tratándose de «donativos oficiales o protocolares», o aquellos de escaso valor económico que la costumbre autoriza como «manifestaciones de cortesía y buena educación», no se está en presencia de actos de cohecho, salvo cuando se ven involucrados funcionarios públicos extranjeros. La cuestión que surge entonces es si cabe o no hacer una distinción, dependiendo de los contextos en los que tienen lugar estos gastos de hospitalidad o regalos; es decir, si los baremos son más estrictos y rigurosos cuando se ven involucrados funcionarios públicos. Hasta hace algunos años, cuando se discutía si la corrupción entre privados merecía ser considerada como delito ―cuestión que comenzó a ser intensa recién en los años noventa―, se valoraba que se debía ser más estricto respecto de los actos en los que se veían involucrados funcionarios públicos, pues los intereses implicados eran diversos en relación con los privados (Carnevali & Artaza, 2016, pp. 60 y ss.). Y es que, tratándose de la esfera pública, los actos corruptores constituían una vulneración de la confianza que la sociedad depositaba en funcionarios públicos, ya que se presentaría una especie de apropiación de la función pública en provecho propio, desnaturalizando lo que se espera de un servidor público (Artaza, 2021, p. 48; Rodríguez Collao & Ossandón, 2021, p. 363). En términos simples y volviendo a Jefferson, no deberían existir cadenas de dependencias que pudieran incidir en las decisiones a adoptar.

 

 

Con todo, si bien en la actualidad ya no se cuestiona el carácter pluriofensivo de la corrupción y la capacidad lesiva que también tienen los actos entre particulares, pues se está frente a comportamientos irregulares en la esfera de los negocios que alterarían la confianza en el mercado al afectar la existencia de una competencia leal (Bolea, 2013, pp. 10 y ss.; Artaza, 2019, pp. 2 y ss.), no resulta del todo pacífico —al menos para un sector importante de la doctrina— afirmar que ambas formas de corrupción son equiparables y que son merecedoras de un tratamiento punitivo similar (Green, 2013, pp. 39 y ss.). En este sentido, se ha señalado que existen importantes diferencias. Es así que, tratándose del funcionario público, este representa y actúa para el bien público; y que al aceptar un soborno, está traicionando la confianza que la comunidad toda depositó en él, pues es a esta a quien representa y está llamado a defenderla, y no a quien le pagó indebidamente (Boles, 2014, p. 688). En palabras de Green (2013), en una democracia los funcionarios públicos están allí, ya sea porque han sido elegidos directamente por el pueblo o bien porque fueron nombrados por los elegidos popularmente (p. 57). En consecuencia, al aceptar un soborno violan esa confianza y traicionan su cargo. Por el contrario, los empleados privados que aceptan sobornos también violan una confianza, pero esta se deposita en un ámbito más concreto y determinado que guarda relación con los directivos superiores, accionistas o clientes. Es decir, participan en un proceso que, en esencia, es privado, pues en caso de ofrecer productos de inferior calidad, será el mercado el que los castigue, ya que los clientes no tienen mayores expectativas respecto de cómo se tomaron las decisiones (pp. 57-58). En definitiva, si bien no se cuestiona la necesidad de punir la corrupción privada, no pueden valorarse de la misma forma, pues en la cometida en la esfera pública hay un mayor disvalor.

 

 

Sin embargo, por otro lado, también se sostiene que tal distinción se torna cada vez más difusa por cómo se están estructurando las relaciones comerciales y, particularmente, dada la privatización de importantes sectores públicos, por lo que ambas formas de corrupción compartirían criterios comunes que las tornan equivalentes. Cabe señalar que la Bribery Act del Reino Unido va en esta dirección, pues se refiere al soborno sin precisar, mayormente, entre público y privado. Esta ley no dispone de una distinción, pudiendo aplicarse tanto a funcionarios públicos como privados, y tanto en el ámbito nacional como internacional (Clark, 2013, p. 2302; Green, 2013, p. 46). Esencialmente, se ha esgrimido como razón para tal decisión que, dada la existencia de delitos separados, resulta muy difícil definir con suficiente claridad la distinción entre funciones del sector público y las del privado. Hoy se ejecutan actividades del área pública a través de empresas privadas, así como los organismos públicos forman entidades conjuntas con compañías privadas, cuestión que en el pasado no acontecía. Cabe señalar que estas observaciones fueron expuestas en la discusión para la reforma de la ley sobre soborno en el Reino Unido1 (Green, 2013, p. 47).

 

 

Así, también, se argumenta para no realizar tal distinción que en ambos se manifiestan elementos que son comunes, a saber, que se estaría frente a una violación de deberes fiduciarios que se deben o, asimismo, que los dos implicarían necesariamente la traición a una posición de confianza (Boles, 2014, p. 690; Artaza, 2019, p. 3). Es decir, en estas dos esferas se aprecian abusos de poderes decisorios que atentan contra intereses, ya sea públicos o privados, al privilegiarse aquellos diversos a los que se dice representar (Kindhäuser, 2007, p. 6). Mientras en el sector público lo que se promueve es la confianza y la honestidad en el actuar del funcionario, en el ámbito privado se dirige a mantener y fomentar la confianza y transparencia en las relaciones comerciales. En este sentido, los daños que puede ocasionar el soborno privado afectan las reglas propias de la economía, pues este puede dar lugar a la alteración de los precios, o afectar la calidad de los servicios y las relaciones laborales. Incluso, puede tener repercusiones en las políticas públicas al haber una menor recaudación tributaria, tras pretender recuperar los costos del soborno (Boles, 2014, pp. 695 y ss.).

 

(Continúa...)

 

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